José María Heredia

José María Heredia y Heredia (1803-1839)

El Cantor del Niágara

Poeta cubano de renombre universal, sin duda el que más fama ha adquirido en Cuba; su Niágara lo eleva al rango de los primeros clásicos, sus versos se han reproducido en todos los países civilizados.

José María Heredia y Heredia
José María Heredia

Nació en Santiago de Cuba, el 31 de diciembre de 1803, hijo de José Francisco Heredia Mieses y Mercedes Heredia Campuzano, naturales de Santo Domingo. Teniendo dos años de edad, salió con su familia hacia Pensacola, por haber sido nombrado su padre Asesor de la Intendencia de la Florida Occidental, que era aún posesión de España. En Pensacola fue iniciado en las primeras letras por su padre y aprendió con tal interés que a los tres años sabía leer y escribir. A los siete ya era “apto para estudiar facultades mayores“. El padre, doctor en ambos derechos, hombre ilustrado, latinista profundo, le había enseñado con sus lecciones y con su ejemplo a ser honrado y a vivir con austeridad. El hogar fue su única escuela, de costumbres y de saber.

Nombrado el padre Oidor (magistrado) de la Audiencia de Caracas estuvo el niño seis meses en La Habana y dos años en Santo Domingo hasta que la familia pudo reunirse toda en Venezuela. Fue en los años de 1812 a 1817, de los más terribles de la guerra de independencia americana. Pasaron, en derrotas y triunfos, Francisco de Miranda y Simón Bolívar, y entre los realistas, Boves, Miyares, Morillo, Monteverde.

Las luchas de Caracas lanzaron al Oidor Heredia hasta México en cuya Audiencia ocupó el cargo de Alcalde del Crimen (juez de instrucción). Por intrigas y delaciones de sus enemigos, que eran los sanguinarios militares de la reconquista, sufrió ese descenso en su carrera judicial, que al fin lo llevó a la muerte joven y en plena producción literaria. Dejó inéditas la “Historia del descubrimiento y conquista de la América” en cuatro tomos, “Del gobierno de la España ultramarina” en dos tomos, y la “Historia filosófica de la revolución de Venezuela”. Esta última, publicada mucho después, a fines del siglo, prueba sin quererlo la justicia de los rebeldes americanos.

En 1820, al morir asesinado en México don José Francisco, no contaba Heredia diecisiete años. Sus estudios de derecho, que empezó en la Habana y continuó en México, estaban aún sin terminar. Se encontró de súbito con la seria responsabilidad de atender a la manutención de su madre enferma y de cuatro hermanas menores. Regresó a Cuba en 1821 y allí obtuvo a raíz de su llegada el grado de bachiller en leyes. Empezó a ejercer poco después la abogacía y se estableció en al ciudad de Matanzas.

El proceso que habían de seguir las ideas políticas en Cuba quedó reflejado en las orientaciones sucesivas de la poesía política de Heredia. A los dieciocho años Heredia confiaba en el advenimiento de un régimen de libertad en España y en todos sus dominios. ¿Cómo no había de confiar en ello el hijo, imberbe aún, del magistrado sin tacha que, a pesar de los sinsabores que recogió como pago de sus servicios al trono vacilante de Fernando VII, nunca maldijo de España y sólo anheló verla libre? ¡España, libre! gritó también Heredia en una larga oda, al iniciarse el movimiento liberal de 1820. No era su voz la de un separatista, pero sí la de un defensor de la libertad.

Empero, esta actitud espiritual de vinculación a España no tenía ya en Heredia más punto de apoyo que el respeto al modo de pensar de su padre “encanecido en la fuerza de la edad”. La muerte de su progenitor lo desligó del último escrúpulo que podía quedar en su ánimo para lanzarse al campo de las ideas separatistas. Ya en 1822 anhelaba tener, para dirigirse “A los habitantes de Anáhuac”, la “abrasadora voz del vengador Tirteo“. Infructuoso le parecía el sacrificio de Hidalgo, de Morelos y de Allende si México acataba la monarquía de Iturbide.

“No fuí yo sólo: fueron todos los cubanos de mi generación los que aprendieron a sentir a Cuba, a ver sus notas penetrantes, típicas, en la obra de Heredia”

José Martí

Un año después Heredia apareció complicado en la Conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar, como miembro de los Caballeros Racionales, primera de cuantas se inspiraron en el propósito de obtener la independencia de Cuba. No quería Heredia que el verso fuera su única ofrenda a la libertad. ¡Anhelaba teñir con su sangre la túnica de esa deidad majestuosa y terrible! La mayoría de los conspiradores eran, como él, jóvenes. Soñaban con arrastrar a las turbas con el ímpetu de su verbo, comunicándoles la romántica embriaguez del sacrificio, y veían alzarse en el horizonte de la historia la “Estrella de Cuba”, que fue cantada por Heredia y quedó como símbolo en la bandera nacional.

Este es el inicio de su gloria, de su inmortalidad. Huyó de los servidores del capitán general Vives y llegó a los Estados Unidos a disfrutar por primera vez de la democracia y a contraer la tuberculosis que destruyó su vida diez y seis años después.

En los Estados Unidos vivió Heredia horas de amargura y sufrimiento. Sus relaciones, que no eran muchas, las constituían principalmente algunos cubanos distinguidos, como el Padre Varela y Tomás Gener. La estación invernal hizo estragos en sus débiles pulmones. El país no le era grato. Le era imposible adaptarse a aquel ambiente, para él exótico. Le entusiasmaba la figura de Washington, a quien consagró una semblanza en prosa y una oda; admiraba las instituciones políticas de la nación norteamericana, porque era partidario de la forma republicana de gobierno; pero la vida y las costumbres de los Estados Unidos le arrancaron más de una vez acres comentarios. El idioma inglés, que logró aprender con dificultad, antojábasele “excecrable jerigonza“. “Tan solo escucho de extranjero idioma los bárbaros sonidos“, decía en su epístola “A Emilia”, escrita “desde el suelo fatal” de su destierro. En ninguna composición sintetizó mejor sus nostalgias de desterrado.

En el exilio escribió la oda al Niágara, junto a la enorme y rugiente catarata, y allí supo algún tiempo más tarde que había sido condenado a destierro, lo que impedía su regreso a Cuba. Año y medio vivió Heredia en los Estados Unidos, publicando, en 1825, la primera edición de sus poesías. En el mismo año, aceptó la oferta del Presidente Guadalupe Victoria y volvió a México, para ser allí, como dijo él, juez, magistrado, periodista, político, tribuno, guerrero, tipógrafo, maestro, historiador, jurisperito, y morir en aquella tierra, después de una corta permanencia en Cuba al lado de su madre. “Vuelta al Sur” puso por título a la composición, rebosante de fervor patriótico, que escribió al abandonar las playas norteamericanas. El buque que lo conducía cruzó frente a las costas de Cuba, donde estaba vedado a Heredia poner la planta.

México fue para Heredia campo de lucha y de esfuerzos. Allí siguió conspirando en favor de la independencia de su patria: en 1829 la Justicia colonial española lo condenó, en contumacia, a la pena de muerte, por hallarse complicado en la conspiración del Águila Negra que desde México se tramaba. En México formó Heredia su hogar uniendo su destino, en septiembre de 1827, al de Jacoba Yáñez, hija de un magistrado de la audiencia, Isidro Yáñez, que fue excelente amigo de don José Francisco. Publicó en Toluca (1832) la segunda edición de sus poesías, que ofrendó a su esposa con la misma devoción con que el navegante que se ve libre del naufragio.

Heredia fue empleado de la administración pública de México apenas llegó, pero a poco, como si estuviera llamado a perpetuar allí la tradición paterna, fue nombrado juez; más tarde, fiscal; y por último Ministro de la Audiencia. Su rectitud en el desempeño de esos cargos y su laboriosidad constante le dieron alto prestigio. Consagró también su talento a la enseñanza pública: fue catedrático de literatura y de historia, y rector del Instituto Mexicano.

No podía un espíritu inquieto como el de Heredia mostrarse indiferente ante la evolución política del país que lo adoptaba como hijo. Fue diputado, y sólo alzó la voz para defender —como Andrés Quintana Roo, su hermano en ideas y en nobleza de corazón— el respeto a las libertades humanas. Cuando creyó que no podía cumplir decorosamente su misión, renunció al cargo. Más de una vez juzgó necesario aceptar las responsabilidades de una aventura revolucionaria, pero jamás consideró que el triunfo de su grupo o de su partido lo obligaba a aceptar en un gobierno de amigos los errores que había combatido en sus contrarios. Los caudillos que lo tuvieron a su lado en la hora del peligro y de las reivindicaciones violentas, no lograron sumarlo, después del triunfo, a la camarilla que los aplaudía en el abuso del mando.

Durante su corta permanencia en Cuba —del 4 de noviembre de 1836 al 15 de enero de 1837—, Heredia, siempre vigilado y amenazado a pesar de esas declaraciones, sufrió amarguras y aún humillaciones. Nada de cuanto vio entonces podía inducirlo a preferir la continuación del régimen colonial a la inestabilidad y los extravíos de toda nacionalidad en formación. En otro tiempo su espíritu vehemente habría estallado en yambos de indignación; pero el poeta civil había enmudecido ya. La fe que aprendió de niño inspiró sus Últimos versos.

Murió el cantor del Niágara sublime en la ciudad de México, con 35 años de edad, el 7 de mayo de 1839, y es enterrado ese mismo día en el panteón del Santuario de María Santísima de los Angeles, trasladándose sus restos al cementerio de Santa Paula, a los cinco años, y posteriormente, por clausura de esta necrópolis, a la fosa común del cementerio de Tepellac.

“Es el poeta del fracaso, de la rebelión sofocada; en el mejor de los casos, el desdichado profeta de la libertad, el autor de los versos que habían de repetir sus compatriotas durante setenta años para animarse con ellos al esfuerzo y al sacrificio.”

Pedro Henríquez Ureña

Lo más significativo de su obra poética, desde el punto de vista estético, se halla en sus cantos inspirados en la naturaleza; principalmente en sus odas tituladas “En el Teocalli de Cholula” y “Niágara”.

La primera, escrita a los diecisiete años, canta la exuberancia de la tierra mejicana, variada hasta condensar todas las vegetaciones de todos los climas. Sentado al pie de la pirámide, contempla el poeta el color y la fecundidad de las campiñas, que contrastan con las nevadas cimas de los volcanes; la noche le sorprende mientras rememora las grandezas del pasado azteca, cuyo poder había desaparecido, en tanto que las montañas continúan enhiestas. Surge entonces la duda: tal vez un día caerán también, porque “todo perece por ley universal“. Es impresionante esta composición por su elevación y por su sentido poético, que hizo apreciarla a Menéndez y Pelayo como “poesía de puesta de sol“.

El “Niágara” (que es la más célebre de las poesías de Heredia) denota más tensión lírica, inspiración arrebatada y espontánea, entusiasmo ardiente, verbo inflamado, vigor de colorido. Fue escrita en 1824. El cantor desborda su fervor ante el espectáculo grandioso, y lo exalta, expresando cómo siente estremecida su sensibilidad. Afirma que en aquel paisaje Dios mismo se mira, y que los vapores de oro de la catarata, elevados hasta las nubes, son como ofrendas perennes de la Divinidad. Con pinceladas magistrales describe la caída de las aguas y analiza las emociones que se suceden en su espíritu, hasta evocar la patria, doliéndose de no hallar allí las palmas y lamentando su soledad de desterrado. Finaliza despidiéndose del Niágara y anhelando lo que la posteridad se ha encargado de satisfacer: que todo viajero ante la catarata, le recuerde. Son dos obras maestras de la literatura universal.

Heredia ocupa lugar primordial en la poesía patriótica, y sus cantos inspirados en los ideales de Cuba, fueron el punto de partida de esta fase de nuestra poesía, durante la primera mitad del siglo XIX. “El Himno del Desterrado”, la epístola “A Emilia”“La Estrella de Cuba”, entrañan sus ansias por una patria de igualdad sincera, de respeto, de seguridad, de garantía para todos. Llama la atención en esta cuerda de la lira de Heredia, cómo supo expresar sus ideas de ardiente separatismo, sin perder nunca el buen gusto literario, ni caer en denostaciones chocarreras, ni declamaciones chocantes, ni ripios detestables. Su poesía patriótica dignifica el tema y enfebrece al propio tiempo la pasión de la libertad.

Excelente fue Heredia como traductor; y no sólo en la lírica (en que hizo magníficas versiones de Byron, Millevoye, Goethe, Foscólo, Ossian, Delavigne, etc.) sino en la dramática (Voltaire, André Chenier, Jouy, Ducis) la que también cultivó con algunas obras originales. Poseyó una prosa elegante y correcta, puesta de manifiesto en trabajos críticos, en obras históricas, como biografías y sus Lecciones de Historia Universal (siguiendo el plan del profesor inglés Tytler); en cartas literarias sencillamente deliciosas y en discursos que revelan al estadista. También hizo notables traducciones en prosa, como novelas de Walter Scott y de Thomas Moore y discursos de Daniel Webster.

Vea:

Referencias

  1. Gay-Galbó, EnriqueHeredia: Apuntes para un estudio sobre su vida y su obra. Cuba. 1939.
  2. Henríquez Ureña, Max. José María Heredia.

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