La Emigración

Una Introducción

En esta breve reseña sobre la intelectualidad dominicana emigrante, utiliza principalmente informaciones de los trabajos de Pedro Henríquez Ureña, él mismo un emigrante: La Cultura y las Letras Coloniales en Santo Domingo (Capítulo IX: La Emigración). Biblioteca de Dialectología Hispanoamericana, Anejo II, Instituto de Filología, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 1936; Cincuenta Años. Artículo en La Nación, Buenos aires, 4 de junio de 1944; y Dos momentos en la historia cultural de Santo Domingo, conferencia publicada en el Boletín de la Academia Nacional de Historia, Buenos Aires, 1945, XVIII.


Primera Parte

Desde 1795, cuando en el Tratado de Basilea Carlos IV cede a Francia la parte española de la Isla de Santo Domingo, -“acto odioso e impolítico“, lo llama Menéndez Pelayo, en que los ciudadanos españoles fueron “vendidos y traspasados por la diplomacia como un hato de bestias“-, las familias pudientes comienzan a emigrar. Pocos años después, la insurrección de los haitianos, y sus sangrientas incursiones en la antigua porción española, que consideraban hostil, aceleran la emigración hacia Cuba y Puerto Rico, Venezuela y Colombia.

Cuba, país próspero ya, recibe el núcleo principal de emigrantes; su cultura, que empezaba a florecer, madura rápidamente con el vigor que le prestan los dominicanos de tradición universitaria: es ya lugar común el recordarlo. La influencia dominicana no se limitó a la cultura intelectual: se extendió a todas las formas de vida social. Manuel de la Cruz, el crítico cubano, habla de “aquellos hijos de la vecina isla de Santo Domingo que al emigrar a nuestra patria en las postrimerías del siglo XVIII, dieron grandísimo impulso al desarrollo de la cultura, siendo para algunas comarcas particularmente para el Camagüey y Oriente, verdaderos civilizadores“.

Hasta el primer piano de concierto que sonó en Cuba lo llevó una familia dominicana, la del Dr. Bartolomé de Segura, en cuya casa dio el maestro alemán Carl Rischer las primeras lecciones en aquel instrumento. Refiriendo el caso, el compositor Laureano Fuentes Matons comenta: “las familias dominicanas como modelos de cultura y civilización nos aventajaban en mucho entonces“. Utrera (Universidades, 473, 522 y 540) da el segundo apellido de Segura como Mueses; Calcagno (Diccionario biográfico cubano) lo da como Mieses: uno y otro son apellidos dominicanos viejos; de ser Mieses, deberíamos suponer a Segura pariente de José Francisco Heredia.

Nombres de las principales familias dominicanas que emigraron a Cuba de 1796 a 1822: Angulo, Aponte, Arán, Arredondo, Bernal, Caballero, Cabral, Campuzano, Caro (o Pérez Caro), Correa, del Monte, Fernández de Castro, Foxá, Garay, Guridi, Heredia, Lavastida, Márquez, Mieses, Miura, Monteverde, Moscoso, Muñoz, Pichardo, Ravelo, Rendón, Segura, Solá, Sterling, Tejada. Como eran, en su mayor parte, familias de antiguo arraigo en Santo Domingo, estaban todas ligadas entre sí. Pero en Santo Domingo quedó parte de ellas: hasta hubo quienes regresaran, como los Angulo Guridi, a mediados del siglo XIX, cuando los haitianos habían sido definitivamente expulsados. Abundan todavía los descendientes de los Arredondo, Bernal, Caro, del Monte, Fernández de Castro, Heredia, Lavastida, Márquez, Mieses, Miura, Moscoso, Pichardo, Ravelo, Tejada.

Pero entre 1795 y 1822 la emigración, si bien frecuentísima, no se consideraba definitiva: muchas familias conservaban allí puestas sus casas (así José Francisco Heredia), regresaban a atender sus intereses, y sus hijos aparecen concurriendo a la Universidad de Santo Tomás; sólo después de la última invasión de Haití la ausencia se hace irrevocable. Naturalmente, no todas las familias cultas emigraron: muchas hubo que permanecieron en el país destrozado, o porque sus riquezas no eran fácilmente transferibles, o porque no las tenían, o por apego al terruño, a pesar de que las tierras vecinas no se veían como tierras extranjeras, sino como porciones de la gran comunidad hispánica, entonces efectiva y espontáneamente sentida por todos sin necesidad de prédica.

Entre los primeros emigrantes se contó José Francisco Heredia y Mieses (1776-1820), que llegó a ocupar el cargo de regente en la Audiencia de Caracas y el de alcalde del crimen en la de México; hombre de acrisolada integridad y de bondad excepcional; historiador excepcional también por su don de emoción contenida, su honestidad intelectual, su firme amor a la justicia, su dolorido amor al bien. Del siglo XVIII recibió la fe en la humanidad, pero le tocó verla de cerca en delirios de crueldad y de odio. A sus Memorias sobre las revoluciones de Venezuela hay que atribuirles, dice el distinguido escritor cubano Enrique Piñeyro, “además de su valor como obra literariasuma importancia histórica por los datos preciosos que contienen y por los documentos que las acompañan” Hay en ellas “una seguridad de criterio, una imparcialidad de espíritu y una firmeza de pluma bastante poco comunes. Quizás de ningún espacio importante de la historia de la independencia hispano-americana exista otro trabajo que en su género pueda comparársele, tan completo, superior e interesante” Merece el autor “muy alto lugar entre los prosistas americanos de la primera mitad del siglo XIX; viene en realidad a ocupar un puesto que estaba vacío en la lista de los historiadores de la independencia, …“.

La obra de José Francisco pudo salvarse de la extinción gracias al interés que despierta su hijo, José María Heredia y Heredia, “el cantor del Niágara”. El padre, miembro de familias ilustres de la colonia, descendiente del conquistador Pedro de Heredia, nació en Santo Domingo el 1 de diciembre de 1776; recibió el grado de doctor en ambos derechos en la Universidad de Santo Tomás, y, según Piñeyro, fue allí catedrático de cánones. Casó con Mercedes Heredia y Campuzano, su prima, nacida en Venezuela, de padres dominicanos. Emigró después del Tratado de Basilea, visitó Venezuela, residió en Cuba ejerciendo de abogado, y en 1806 se le nombró asesor del gobierno e intendencia de la Florida occidental; en 1809 oidor de Caracas, adonde llegó en 1811, después de larga espera en Coro, Maracaibo y Santo Domingo. Fue regente interino de la Audiencia; le tocó presenciar gran parte de la revolución de la independencia venezolana; se mantuvo fiel al gobierno español, pero trató siempre de evitar injusticias y crueldades; al fin, víctima de la ojeriza de los militares, se le trasladó a México como alcalde del crimen: llegó allí a mediados de 1819, después de largo descanso en La Habana. Murió en México el 30 de octubre de 1820, agotado por los males morales y físicos que padeció en Venezuela.

Tradujo del inglés, poniéndole notas y apéndice, la Historia secreta de la Corte y Gabinete de Saint-Cloud, distribuida en cartas escritas a París el año de 1805 a un Lord de Inglaterra, probablemente de Lewis Goldsmith: se publicó la traducción, con la firma “un español americano”, en México, 1808. Del inglés, también, tradujo en 1810 la Historia de América, de Robertson, que no se publicó.

Escribió en 1818, de descanso en Cuba, las Memorias sobre las revoluciones de Venezuela (1810-1815), que Enrique Piñeyro publicó, con extenso estudio biográfico, en París, 1895 (el estudio está reimpreso separadamente en el volumen Biografías americanas, París, s.a., c.1910); se reimprimieron, incompletas, en la Biblioteca Ayacucho, Madrid, s.a., c.1918).

Contemporáneos de José Francisco Heredia son Fray José Félix Ravelo, rector de la Universidad de La Habana en 1817; los jurisconsultos Gaspar de Arredondo y Pichardo, magistrado en la Audiencia de Camagüey, heredera de la de Santo Domingo mientras duraron los efectos del Tratado de Basilea, y Juan de Mata Tejada, que además de abogado fue pintor e introductor de la litografía en Cuba; el médico y escritor José Antonio Bernal y Muñoz, catedrático de la universidad habanera, uno de los propagadores de la vacuna en compañía de Romay. Contemporáneos de ellos son los jurisconsultos Sebastián Pichardo y Lucas de Ariza (m. 1856), cuya biografía trazó José Gabriel García en Rasgos biográficos de dominicanos célebres, Santo Domingo, 1875.

Pertenecen ellos a la primera generación de emigrados. Después se pueden discernir dos grupos: los hijos de dominicanos nacidos en nuevo solar y los nacidos todavía en la tierra de sus padres.

En Cuba, la primera gran generación de pensadores y poetas, la primera de talla continental, la de Varela, Saco y Luz Caballero, está constituida en gran parte por los descendientes de dominicanos: Domingo del Monte, que comparte con Luz Caballero y Saco la dirección intelectual de la época (de Domingo del Monte, dice Martí que fué “el más real y útil de los hombres de su tiempo“); José María Heredia, el poeta nacional de la patria cubana en esperanza; Narciso Foxá, versificador discreto; Francisco Javier Foxá, el dramaturgo; Esteban Pichardo, el lexicógrafo; Antonio del Monte y Tejada, el historiador; Francisco Muñoz del Monte, el poeta. De ellos, los tres primeros nacieron fuera de Santo Domingo: del Monte en Venezuela; Narciso Foxá en Puerto Rico; sólo Heredia en Cuba. Los cuatro últimos nacieron en Santo Domingo.

No hacen falta pormenores sobre José María Heredia, uno de los poetas de América mejor conocidos. Es singular que el poeta nacional de Cuba haya vivido muy poco tiempo en su tierra nativa y dolorosamente amada: menos de tres años entre su nacimiento y el traslado a la Florida; breve tiempo, quizás seis meses, de paso, en 1810; más de un año, probablemente, entre 1817 y 1819, mientras su padre se trasladaba de Venezuela a México; cerca de tres años, de fines de 1820 a 1823; breve tiempo en 1836: no se suman ocho años en una vida de cerca de treinta y seis. Donde vivió más tiempo, y fue ciudadano, es en México: más de quince años (1819-1820 y 1825-1839). En Santo Domingo estuvo en 1810, desde el mes de julio, y allí permaneció probablemente hasta 1812: según artículo de Alejandro Angulo Guridi, había estudiado en la Universidad de Santo Tomás; no pudo hacerlo en aquellos años porque no había cumplido los nueve y la Universidad estuvo cerrada de 1801 a 1815, pero de todos modos estudiaba latín, y es fama que maravilló con sus conocimientos a Francisco Javier Caro, personaje dominicano de altos destinos futuros; el poeta Muñoz del Monte también admiró allí su precocidad y la recuerda en su elegía “En la orilla del Ozama ” (“Un doble lustro por ti pasado no había “). No sabemos si al salir de Venezuela, en 1817, se detuvo en Santo Domingo: los complicados viajes de entonces permitirían pensarlo; entonces habría podido asistir, aun sin inscribirse, a la Universidad, que tenía alumnos muy jóvenes (Utrera, Universidades, 549-551, nos demuestra que había inscritos niños de nueve y de diez años en las aulas infantiles de gramática latina). Emilio Rodríguez Demorizi, en El cantor del Niágara en Santo Domingo, en la revista Analectas, de Santo Domingo, 1 de noviembre, 1934, supone que el poeta asistiría en 1811 a la escuela seminario del futuro Arzobispo Valera.

Entre los escritores dominicanos del siglo XIX, eran parientes de José María Heredia y Heredia, “el cantor del Niágara”, de José María de Heredia y Girard, el sonetista de Les trophées (1842-1905), y del matancero Severiano Heredia y Arredondo, periodista, maire de París y ministro de gobierno en Francia, Javier (1816-1884) y Alejandro (1818-1906) Angulo Guridi, Manuel Joaquín (c.1803-c.1875) y Félix María (1819-1899) del Monte, Encarnación Echavarría de del Monte (1821-1890), el banilejo José Francisco Heredia (Florido), Manuel de Jesús Heredia y Solá, Josefa Antonia Perdomo y Heredia (1834-1896), Nicolás Heredia (c.1849-1901), Miguel Alfredo Lavastida y Heredia, Manuel Arturo Machado (1869-1922), descendiente de Oviedo y de Bastidas. Los Heredia descendían también de Oviedo, según el poeta cubano-francés: v. la carta suya que cita Piñeyro en nota a la pág. XIV de las Memorias del Regente de Caracas.


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